Opinión

La grandeza de la decisión de Sánchez

Muchas veces tendemos a confundir los valores morales con los valores políticos. Lo hacemos sin darnos cuenta de que el código moral que rige aquellos poco o nada tiene que ver con el que rige estos. Seguro que habrá quien no esté de acuerdo en absoluto pero, a poca experiencia política que uno tenga, lo afirmado es tan cierto como lo que decían (o dicen) los frailes cartujos cada vez que se cruzan entre ellos: hermano, morir habemos; y se responden: ya lo sabemos. Pues eso.
A aquellos que discrepen de lo anterior es conveniente preguntarles por dónde encaminan sus preferencias, a saber: si por un verdadero hijo de mala madre, dicho de otro modo, por un verdadero hijo de puta por méritos propios, no maternos, claro, que gobierne bien,  que cree riqueza y bienestar para todos, estabilice el país y lo sitúe debidamente en el contexto internacional o si, por el contrario, prefieren a un político que sea una excelente persona, honrada y simpática, pero que como gobernante resulte ser  un desastre.
Se plantea así porque, este segundo, cuando le llegue la hora, sin duda que irá al paraíso, pero mientras mantendrá a sus gobernados si no en el infierno, sí en el purgatorio; mientras que el primero se irá al infierno, en su momento, pero habrá ayudado a que sus gobernados atisbaran la gloria mientras él estuvo en el poder y pudieron vivir con dignidad.
La más que probable opción tomada por los críticos con lo que se acaba de exponer puede darnos una pauta de por dónde van los valores políticos: todos optamos por el hijo puta aun a riesgo de contravenir nuestro propio sistema de valores morales. Eso es lo que hay y, si vale para el conjunto de la ciudadanía, cómo no ha de valer para aquellos que la representen. Así que admitido queda, espero, que los valores morales sean unos y los valores políticos sean otros.
Don Estanislao Figueras fue un político español del siglo XIX, del que los más ya ni se acuerdan. Un político que ejerció la presidencia de la Primera República Española, hasta que un buen día dijo: “Estoy hasta los cojones de todos nosotros”, se subió al tren y no se bajó de él hasta llegar a París; lo que nos puede dar una idea acerca de su ética personal. Pero también de su categoría política.
Don Nicolás Salmerón, también fue presidente durante la Primera República. Lo fue hasta que decidió dimitir. Debería firmar unas sentencias y, siendo como era enemigo de la pena de muerte, optó por la dimisión antes de que su firma sirviese para ejercerla sobre unos condenados a ella. Políticamente fue un error. Desde el punto de vista ético a mi se me antoja encomiable. Hay más ejemplos de este tipo. Don Nicolás era masón y, para que no se piense en sectarismo alguno, cabe recordar que el rey Leopoldo de los belgas, antes que contrariar su fe católica, se abstuvo de firmar un documento que establecía una ley que entendió lesiva para su creencia; es decir, hizo lo mismo aunque de una forma más inteligente, desde el punto de vista político, permitida por su condición real si bien recuerdo.
Valgan estos tres ejemplos para que valoremos la reciente y excepcional dimisión –algo a lo que en este llamado Reino de España no estamos muy acostumbrados- de quien prefirió renunciar a su acta de diputado antes que contrariar su palabra o hacerlo con los dictados de su propio partido; del partido que dirigió por elección de sus militantes y del que fue apeado de su dirección por una conspiración de quienes consideran que los militantes están para pegar carteles y votar, pero para nada más. Así lo han expresado de forma no tan explícita como tácita, pero clara en todo caso.
Si uno repasa cómo acabó la Primera República y considera los Estanislaos y los Salmerones que ilustraron la Segunda, podrá deducir con suma facilidad que las actitudes impecablemente éticas son muy poco políticas pero que, aquellos que las llevan a cabo, son absolutamente de fiar. Son seres coherentes que responden de su palabra, que demuestran creer en lo que dicen y hacer lo que proclaman y, sobre todo, que vistos los resultados obtenidos por los otros, su presencia en la política, su continuidad en ella, es algo muy de desear. Votándolos sabemos qué van a hacer con nuestro voto. ¿Lo qué? Exactamente lo que dijeron.
Salvo que la militancia socialista haga gala de la misma ética que acaba de demostrar su ex secretario general, a este va a resultarle muy difícil recuperar la secretaría de la que fue apeado por el execrable sistema de todos conocido: dudosamente legal e ignominioso a todas luces. No es lo mismo estar presente en el hemiciclo y visitar sedes provinciales del partido, que visitarlas teniendo presencia en la Cámara y por ende en los grandes debates y en la prensa más diaria. 
De ahí la grandeza de su acto, el marco ético que lo adorna, la fiabilidad y confianza que debe despertar su actitud y la travesía del desierto que acaba de anunciar que está dispuesto a llevar a cabo. Ojalá sus compañeros de partido, es decir, los militantes, estén a la altura que él acaba de marcar. De hacerlo así y de paso alguien nos podría explicar por qué vale establecer gobiernos en Castilla La Mancha o en La Comunidad Valenciana, amén de alguna que otra autonomía más,  con unas fuerzas políticas consideradas válidas para ello, mientras que su equivalente en el ámbito nacional se  considera peligroso para una alianza de izquierdas.
El mandato de las urnas no fue el de que se uniesen las fuerzas políticas como lo han hecho, tal y como afirmó el ex presidente Zapatero, al menos si atendemos al cómputo global de votos. Además está por ver si mucho más dañino que unas terceras elecciones –en las que al parecer el voto socialista se hubiese incrementado hasta los ciento quince diputados- no será la legislatura apenas iniciada del modo ya sabido Y no se refiere quien escribe al daño que atañe al partido abstencionista de todas sus convicciones, sino al daño que, a medio plazo, ha de sufrir este país. Está por ver.

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