Opinión

Extrañas asociaciones del cerebro

Vivimos en la época de las camisetas. Tiempos hubo del polisón y de las pelucas, de los mostachos y la raya al medio, aún estamos en los del rape al cero y la brillante calva y nos mantenemos en el de las camisetas que pregonan nuestros gustos y aficiones que, como es bien sabido, suelen ser de ida y vuelta y sometidos a muy distintas consideraciones. Luzco barba blanca, sé de lo que hablo.


Desde joven la tuve muy densa y muy poblada. Me refiero, como ustedes bien habrán supuesto, a mi barba que fue así, además de muy fuerte, de modo que no pocos de sus pelos en no pocas ocasiones se invaginaban, creciendo hacia el interior de la piel del borde de mis labios, produciéndome unos abscesos que no se los deseo a nadie.


Recuerdo esto porque, hace un par de párrafos, hablábamos de las distintas consideraciones que merecen lo que los judíos conocen como shibolet; es decir, los códigos de identificación, las señales de identificación o pertenencia de los distintos grupos sociales. Una especie de idiolecto icónico si me dejan decirlo en plan pedante y como si intentase dar a entender que soy lo que no me gustaría ser. Total: la barba, cuando yo tenía dieciocho o diecinueve años no era, ni significaba lo que hoy es y significa; por ejemplo, un día llegó mi difunto padre a casa y refiriéndose a la mía me dijo que en el Hospital le preguntaban si tenía un hijo Ye-ye o del Opus. Ya ven qué cosas. Me la afeite enseguida. No quería que nadie anduviese de coñas con mi padre.
El caso es que entonces apenas nadie la tenía. Cuando ocho años más tarde cumplí con el servicio militar que presté en la Armada fui el primer marinero en lucirla… aduciendo prescripción facultativa. Ya les dije que algunos pelos crecían hacia adentro, se infectaban y me pasaba más de una semana alimentándome de sopa ingerida a través de una pajita. Ahora las barbas son tipo mahometano, algo alborotadas y algunos de los que las lucen pueden llevar una arandela en las ventanas de la nariz como aquellas que, también en mi niñez, se les ponían a los cerdos para que no hocicasen, para que no fozasen, o al toro Miño para que se dejase llevar lo más mansamente posible.
Pero hablábamos de las camisetas y de que son ellas las que suelen darnos noticias de gustos y tendencias, de preferencias o identificaciones de quienes las visten, de sus adscripciones o militancias o simple y llanamente de su buen o su mal gusto.


Hace unos días, no muchos, no vayan a creer que todo es Jauja, al bajar del avión en Nápoles vi una camiseta que daba noticia del gusto y los amores de quien la lucía con esmero: un chico alto y rubio, dueño de una cara angelical como las de aquellos muchachos que cantaban, aquello de “el futuro nos pertenece” en la terraza de un merendero alemán, creo que al final de aquella espléndida película que fue “Cabaret” la de la mejor Liza Minnelli. La camiseta ponía “I love Heidegger”.


El cerebro restablece extrañas asociaciones y enhebra recuerdos que uno no debería tener, pero así es. El caso es que me acordé, de pronto de Don José Souto Vilas, un excepcional profesor de Física y Química que tuvimos los que hicimos el bachillerato en el Instituto del Posío, hermano que fue de Manuel Souto Vilas, doctor que fue en Drecho, y doctor que fue también en Filosofía con una tesis sobre Husserl, Scheler, Harftman y… Heidegger. Don Manuel fue amigo de Ramiro Ledesma Ramos, filósofo y fundador, con él y con Santiago Montero Díaz, amén de con otras gentes, pero estaos dos eran gallegos, de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista que se habrían de fusionar con la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera.


El hermano de Don José Souto estaba en Friburgo en 1933 cuando el ascenso nazi y seguramente oyó cantar lo de “el futuro nos pertenece” que los demás ya vimos de qué forma y con qué consecuencias lo hizo. Entonces Heidegger tonteaba (es una forma de decir) con Hanna Arent que también lo amó y ya vimos cómo y para qué.


Las camisetas son ahora algo así como los dazibaos de la época maoísta, pero en versión twitter reducida pues, a menos que uno acepte no leer nada, no caben en ellas los ciento cuarenta caracteres que son todo menos el rechouchío, el trino de un ruiseñor o de un canario, incluso de un jilguero, por qué no, sino el pi-pi-pi de un pimpín o de cualquier otro bicho de estructura alada y canto corto y reticente; quiero decir que nunca te eleva el corazón y siempre te baja la esperanza; lo que no sé si viene muy a cuento pero por algún lado tenía que salir.


El caso es que las camisetas nos anuncian que hay gentes que aman a Heidegger y no sé si eso a algunos ha de servirles de consuelo pues incluso afinando mucho es difícil separación su pensamiento filosófico de su sentimiento germanófilo, aquel que le permitió afirmar que solo en alemán pueden ser expresados determinados conceptos sobre el ser y la existencia, el modo de ocupación del mundo, el destino de esta roca solitaria a bordo de la que navegamos por los espacios siderales camino de ningún sitio, incluso casi siempre lejos de nosotros mismos. ¿quién fue el griego qué dijo que Dios siempre está a mucha, a la mayor distancia de cualquier sitio? No lo sé. Pero sé que en demasiadas oportunidades en ser humano está demasiado alejado de si mismo. Como Heidegger lo estuvo de Hannah Arendt, la de la banalidad del mal.
 

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