Opinión

Constitución, sexismo, lengua y neolengua

Coincidiendo con el cuadragésimo aniversario de la Constitución española de 1978, el año 2018 se despidió con numerosas manifestaciones de los dirigentes políticos en las que expresaron su firme, y ya tradicional, voluntad de reforma de la Carta Magna. Una de las propuestas fue la de adaptar su lenguaje a la perspectiva de género, desde cuyo punto de vista es sexista al excluir a las mujeres.

El contenido más relevante del lenguaje considerado sexista se caracteriza, en español, por la inclusión del género femenino gramatical dentro del género masculino y por la exclusión de este último del primero; inclusión y exclusión que los lingüistas atribuyen a la necesidad de economía, claridad y simplificación lingüísticas. Sin embargo, conocer el substrato profundo de este hecho sociolingüístico requiere una mayor reflexión. En este artículo haré una somera aproximación desde la antropología biológica y cultural.

Diferentes investigaciones científicas llevadas a cabo tanto entre hermanos no gemelos como entre gemelos monocigóticos y dicigóticos, han demostrado que durante las primeras etapas del desarrollo humano intrauterino el déficit o ausencia de la hormona testosterona imposibilita la diferenciación sexual a nivel de los órganos genitales internos y externos, y del cerebro, en un sentido masculino aun cuando los cromosomas sexuales sean los correspondientes a un macho (XY); siendo el resultado final indefectiblemente una hembra en lugar de un varón. Según los especialistas en ontogenia, la naturaleza del ser humano tiende hacia lo femenino y para masculinizarla hay que añadir «algo» a ese patrón femenino natural, tanto durante el período embrionario y fetal como a lo largo del posterior proceso de maduración biopsicosocial.

También es una constatación científica que la construcción de la masculinidad exige tan gran esfuerzo biológico, individual y social que, en distintos grados, «fracasa» en numerosas ocasiones (de ahí la superior frecuencia en todas las culturas de bisexuales, homosexuales y transexuales hombres que mujeres); «fracaso» que al individuo no debería importar en absoluto (y no lo haría si la sociedad no se lo recriminase con crueldad) puesto que la masculinidad se construye y se le impone no en su propio beneficio, sino en el de la especie. 

En este complejo y prolongado proceso, el lenguaje es una entre otras muchas herramientas culturales (juegos, ritos de paso, premios, castigos, etcétera) que coadyuvan, en el varón, al triunfo de lo masculino exiguo sobre lo femenino dominante. Por eso, cada vez que un hombre escucha o lee una palabra utilizada en su acepción masculina siente, de manera inconsciente, reforzada su siempre lábil masculinidad. Veamos una muestra:

Sin obviar que el origen de la mayor parte de las diferencias lingüísticas en la expresión de los géneros en determinadas actividades profesionales se debe a que fueron los hombres los que, por forjarlas, las ejercieron en exclusividad durante siglos, no tiene el mismo efecto en los oídos de un hombre escuchar que es «médica», «jueza» o «presidenta» que si ocurre a la inversa en los oídos de una mujer. Porque en el primer caso no solo no se  construye, sino que se deconstruye masculinidad (como ya dije, fundamental para la especie aunque prescindible para el individuo), mientras que en el segundo caso (llamar médico, juez o presidente a la mujer) no se construye ni se destruye nada porque lo femenino es espontáneo, natural, y no cuesta tanto esfuerzo.

Por supuesto, no estoy defendiendo el uso masculino de palabras que tienen su correspondiente acepción femenina (recordemos que hasta la Orden Ministerial  del 22 de marzo de 1995, en los títulos universitarios expedidos a las mujeres se hacía constar «licenciado» en lugar de «licenciada»); tan solo reflexiono sobre el origen de dicho uso y las posibles consecuencias que tendría su utilización en contrario sobre una mente en masculinización permanente.

Al hablar, o al escribir, decimos o escribimos, por ejemplo: «Los que estamos aquí reunidos...»; esto es, en género masculino, refiriéndonos a hombres y mujeres sin distinción e incluyendo a ambos. Si de modo habitual dijésemos o escribiésemos: «Las que estamos aquí reunidas…», englobando también a los hombres, estaríamos dificultando la adquisición de la escasa y socialmente necesaria masculinidad. Existe, no obstante, la alternativa de que cada vez que tengamos que utilizar una expresión en género masculino que comprenda a miembros del género femenino, acompañarla a continuación, o con anterioridad, de la misma expresión en ese género. En nuestro sencillo ejemplo diríamos:

«Los que estamos y las que estamos aquí reunidos y reunidas...»; o bien:

«Las que estamos y los que estamos aquí reunidas y reunidos...»; o bien:

«Los que estamos y las que estamos aquí reunidas y reunidos...»; o bien:

«Las que estamos y los que estamos aquí reunidos y reunidas...».

Pero si quisiéramos ser ecuánimes, lo correcto sería utilizar todas las combinaciones posibles de forma sucesiva,  lo cual resultaría tedioso y hasta incomprensible. E incluso así podría desencadenarse la polémica a la hora de decidir el orden en que se emplearían con el fin de evitar cualquier discriminación por cuestión de género que, como es sabido, está proscrita en nuestro ordenamiento jurídico. Por otra parte, la solución propuesta utilizando el símbolo informático arroba (@), suponiendo que integre a los dos géneros, no convence a casi nadie porque desfigura el lenguaje tanto alfabética como semánticamente.

Es preciso, entonces, hacer una opción, y esa opción tiene que ser, por imperativo especial y social, la masculina, ya que es la única que crea la identidad más complicada de construir: la de los hombres; trascendental por todo lo que aportan física e intelectualmente, por el mero hecho de saberse hombres, al desarrollo económico, científico y social; y a la supervivencia de la especie. Por lo tanto, la forma genérica masculina de utilizar el lenguaje no puede ser considerada sexista; únicamente demuestra que fueron los hombres quienes la crearon, porque la necesitaban, a su imagen y semejanza; del mismo modo que el teclado original del ordenador incorporaba solo los signos gráficos del idioma inglés ya que fueron los norteamericanos quienes lo idearon, no por ningún otro motivo.

La tendencia observada en los últimos años, sobre todo en el ámbito político y en el universitario, a emplear en exclusividad el plural genérico femenino al interactuar con los ciudadanos de ambos sexos, y al explicar los contenidos académicos a los estudiantes, no deja de ser un intento ideologizado de crear una neolengua en el sentido orwelliano del término; es decir, de dotar a las palabras de una intención política para imponer una determinada actitud mental y conductual en quienes las utilicen. 

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