Opinión

Consentimiento (semi)informado

La Bioética es una disciplina joven; no obstante, rigurosa. Podemos datar su nacimiento en la década de 1970, aunque el término fue utilizado por vez primera en 1926 por el teólogo alemán Fritz Jahr. Definiciones de Bioética hay muchas. La más clásica es la dada por W. T. Reich en la Encyclopedia of Bioethics (1978): “La Bioética es el estudio sistemático de la conducta humana en el campo de las ciencias biológicas y del cuidado de la salud, en cuanto que esta conducta es examinada a la luz de los valores y los principios morales”.

Uno de los rasgos distintivos de la Bioética con respecto a otras clases de ética aplicada, como la ética económica o la ética política, es que se rige por unos principios éticos admitidos universalmente. Son cuatro: beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia. En este artículo me referiré, con especial énfasis, al más novedoso y acomodado al espíritu de la democracia liberal: el principio de autonomía.

El principio de autonomía procede de la filosofía kantiana, que identifica la autonomía de la voluntad con el principio supremo de la moralidad, en el que se fundamenta el imperativo categórico: “Obra solo según la máxima a través de la cual puedas querer al mismo tiempo que se convierta en ley universal”. La autonomía de la voluntad es la suprema expresión de la libertad individual, ya que permite a la persona actuar de acuerdo a sus propias leyes (autónomas), en lugar de hacerlo siguiendo leyes ajenas (heterónomas).

En el ámbito de la salud, la autonomía individual es la que sustenta el consentimiento informado como derecho de los pacientes frente a la autoridad de los profesionales sanitarios. En conformidad con la “Ley básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica”, si no existe riesgo para la salud pública, no se trata de una urgencia, ni la persona es incapaz, los enfermos  tienen derecho a recibir toda la información disponible acerca de los riesgos del procedimiento que se les va a aplicar, al objeto de que puedan dar su conformidad de forma libre, voluntaria y consciente.

Sin embargo, en la práctica las cosas son bien distintas. No porque no se solicite al paciente que autorice por escrito cualquier actuación invasiva sobre su cuerpo, sino porque el documento de autorización ofrece una información limitada, por lo que nos hallamos más que ante un consentimiento informado, ante un consentimiento semiinformado. Veamos un par de ejemplos tomados de nuestra sanidad (pública y privada):

Si usted se va a realizar una resonancia nuclear magnética con contraste intravenoso, le darán a firmar un escrito según el cual “los efectos secundarios son excepcionales”; sin más especificación en cuanto a su naturaleza y frecuencia. Y si tiene que someterse a una intervención de cirugía mayor, le pedirán que la autorice y asuma posibles consecuencias indeseables tales como “perforación de víscera hueca”, “hemorragia incoercible”, “tromboembolismo venoso profundo”, “[…] hasta la posibilidad cierta de muerte”.

Vemos que en ambos ejemplos, y en otros muchos, la información que se nos ofrece es únicamente cualitativa, no cuantitativa; orientada más a proteger al médico de una hipotética responsabilidad en los eventuales efectos no deseados provocados por la intervención, que a informar con precisión al paciente para que pueda valorar de modo correcto qué ha de hacer.  

Pero para actuar acorde con los principios bioéticos, todas estas complicaciones deben aportarse en porcentajes y probabilidades expresados de forma numérica, objetiva; tanto considerados a nivel nacional y europeo como referentes al hospital y al profesional que va a llevar a cabo la operación. De esta manera, el candidato a cirugía podrá optar por la técnica, el centro y la persona que le garanticen una mayor expectativa de curación con la menor incidencia de efectos secundarios.

Tenemos que ser conscientes de que es preciso defender la medicina universal preventiva y curativa frente a la asistencial, que es la que han preferido los sistemas sanitarios de la Unión Europea desde el inicio del siglo XXI, cuyo objetivo último no es sanar, sino cumplir el trámite legal de prestar asistencia sanitaria a todos los ciudadanos que la precisen, con independencia de los resultados obtenidos en cuanto a calidad de vida y supervivencia postoperatorias.

En definitiva; resulta inexcusable que los gestores y los profesionales de los servicios de salud también consideren en su quehacer diario la segunda formulación del imperativo categórico, expuesta por Kant en Fundamentación de la metafísica de las costumbres: “Obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio”.

*Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología, y Diplomado en Enfermería. Autor del ensayo Biotecnología, bioética, tanatoética, tanatoéstetica, nuevos derechos humanos y Constitución.

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