Opinión

La carta del general Ferreiro

Quiero de una manera especial unir mi voz al pesar compartido por todos quienes lo conocimos y apreciamos a Manuel Ferreiro Losada, general de división de la Guardia Civil, cuyo fallecimiento tanto nos ha sorprendido, porque como dijo el poeta, la suya no era edad para morir. Aunque su bonhomía ha sido ya ampliamente glosada, quiero añadir al cariñoso recuerdo que su paso por la visa merece mi propia perspectiva, en cuanto que tuve el honor de tratarlo.
Lo conocí de comandante, con motivo de la Conferencia Internacional de Ministros de Pesca, en la Isla de La Toja, en la que era el responsable del resguardo de seguridad. Era un hombre cordial, culto y amable. A los periodistas, yo era entonces uno de ellos, nos facilitó el trabajo y el acceso a los ministros, pues la naturaleza de la reunión requería especiales medidas de seguridad. Luego me contó que, aunque yo no sabía quién era él, él si sabía quién era yo. Surgió entonces una amistas que perduró, pese a que en los últimos tiempos lo vi poco. La última vez, en la Escuela Naval Militar, en una Fiesta del Carmen. Recuerdo que le comenté que en España sólo había otro como él; es decir, otro guardia civil del mismo rango, lo que le hizo mucha gracia.
Algún verano me lo encontraba en Playa América, y coincidimos muchas veces en otros actos. Me gustaba mucho conversar con él un poco de todo, y pude seguir su ascendente carrera hasta el generalato y las delicadas funciones que asumió en la Guardia Civil, siendo responsable durante un periodo de un puesto particularmente importante, en cuanto a mantener que todos los agentes de la Benemérita fuera dignos de pertenecer a este instituto. Sin duda eligieron a la persona adecuada, por su cultura, profesionalidad y sentido de la justicia y la equidad como quería Cervantes.
En la confianza que me dispensaba me contó un personal episodio especialmente importante en el contexto de aquellos años y que espero que su familia conozca y conserve: La carta que excribió, “de cristiano a cristiano” al obispo Setién, quien, como tantos elementos del clero vascongado, guardaba una impúdica equidistancia entre los que mataban y los que morían. Aquel prelado, a mi entender, tan lejos del mensaje del Evangelio como de la Antártida, acogía a los pistoleros de ETA como si fueran hijos descarriados, mientras mantenía una hierática pastoral forman con sus víctimas, especialmente si éstas eran agentes de la Guardia Civil o la Policía.
La carta de Ferreiro a Setién nunca mereció la cortesía de ser respondida. Ya no me acuerdo bien su contenido, porque su autor me lo contó de palabras: era un escrito excelente, valiente, respetuoso, pero firme en la que, como ciudadano y compañero de los guardias civiles asesinados por ETA, le preguntaba a Setién cómo era posible que, como hombre de fe y de paz, como se suponía, era tan benevolente con los pistoleros y tan leve en el consuelo a los familiares de sus víctimas.
Podría contar mucho más, pero creo que aquella valiente carta daba la imagen de la categoría moral y personal de Manolo Ferreiro, un hombre bueno, un profesional excelente en su oficio, un guardia civil.
Lo recordaremos con cariño y respeto. Sin duda estará ahora donde merecen estar los que pasan por la vida haciendo el bien y dejan en los demás, como él dejo, la huella imborrable de su existencia. Como decían los romanos de los soldados mejores: ¡Que la tierra le sea leve!
 

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