Opinión

Calidad democrática

La democracia ha vencido, la que tenemos es la única democracia real que se haya realizado jamás sobre la tierra: la democracia liberal. Estas palabras de Giovanni Sartori nos ayudan a entender el sentido de los principios sobre los que asienta la democracia liberal: separación de poderes, reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona y primacía del principio de legalidad. La separación de poderes hoy se ha convertido, en tantos países, en una quimera, en un sueño, debido a que la preponderancia de los partidos ha terminado por impedir que cada poder cumpla autónomamente su función. El reconocimiento de los derechos fundamentales también es desconocido cuándo se impide la igualdad de todos ante la ley pues los fuertes se la saltan con frecuencia mientras a los débiles e inocentes se les aplica rigurosamente. Y no digamos el principio de legalidad, conculcado cuándo al poder dominante no le viene bien alguno de los preceptos de la ley o de la Constitución; entonces, en ejercicio del uso alternativo del mando, se viola sin más, arrumbando cientos de años de lucha por racionalizar y limitar aquel absolutismo y autoritarismo entonces tan denostado, que hoy, siquiera sea sutilmente, vuelve a asomar desde dentro del sistema.
Maeztu escribió con buen criterio que la ventaja de la democracia sobre las demás formas de gobierno es que no hay en ella, no debería haber me permito añadir, una casta interesada en sofocar el pensamiento libre. ¿Qué pensaría Maeztu por ejemplo, si estuviera hoy con nosotros? O, por ejemplo, ¿qué comentaría Ortega y Gasset, Madariaga o Pérez de Ayala, al contemplar como se desvanece, poco a poco, la esencia liberal de nuestra democracia al igual que aconteció con los últimos coletazos de la II República española? Desgraciadamente, es una pena, pero hoy existe una casta empeñada en imponer determinados puntos de vista sobre la vida política, económica y social entre nosotros. Son los apóstoles de ese pensamiento único y plano, del que obtienen pingües beneficios, que no tolera ni la disidencia ni el pluralismo, por mucho que canten y exalten los más sagrados principios democráticos.  
Alain Touraine definió la democracia como el conjunto de garantías institucionales que permiten combinar la unidad de la razón instrumental con la diversidad de las minorías. Ahora bien, es probable que la razón iluminada por la justicia, expresión real  de la democracia, no entienda bien la dictadura de las minorías a que nos está conduciendo la forma de permanecer en el poder a cualquier precio que caracteriza a nuestros actuales dirigentes. 
Los españoles queremos que se trabaje por el entendimiento y que los dirigentes tengan la grandeza y la altura de miras suficiente para mirar al futuro con ilusión. Si así no lo hacen, el pueblo, cuando toque, actuará en consecuencia. Porque, como escribió G.W. Shaw, la democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos.
Dos cosas son verdad indiscutible: que el pueblo es soberano y que nunca el pueblo ejerce ni puede ejercer su soberanía. Esta cínica reflexión de Antonio Rivarol, cargada de pesimismo y amargo realismo, acampa entre nosotros cuando la dimensión del autoritarismo es de tal calibre que poco a poco va adueñándose de la voluntad de muchos ciudadanos que renuncian a la perspectiva crítica y a la conquista de su libertad.
En este contexto, es menester abrir la democracia a la vitalidad del pueblo, despejando esos  vericuetos por los que aspiran a transitar tantos especialistas de un interés general que sigue contemplándose como algo cerrado y estático. Como algo de la propiedad de los dirigentes cuando en realidad el verdadero dueño y señor del espacio público es el pueblo. Así de claro.
 

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