Las urnas son lo único que puede salvar a Puigdemont del ridículo. Que la Guardia Civil o la policía -descartemos a los mossos- encuentren las urnas, si es que existen, las incauten y, entonces, el molt honorable pueda salir a decirle al mundo que `España ens roba las urnas` y que, por tanto, no puede llevar adelante el prometido referéndum. Menudo alivio para él, con el lío en el que se ha metido, y me parece que lo sabe.
Es más: si yo fuese Puigdemont, que no lo soy a Dios gracias, haría llegar secretamente un recado al Ministerio del Interior, filtrando dónde se encuentran las dichosas urnas fantasma. Ya digo: si es que existen y si en las próximas horas no han sido encontradas, como es el caso hasta el momento de redactar estas líneas, por los diez mil policías y guardias civiles desplegados en territorio catalán -porque me da a mí la impresión de que los mossos no van a encontrarlas, ojalá me equivoque-. Rumores hay para todos los gustos, incluyendo que las cajas con ranura ya están más que localizadas. Yo, ni idea.
Y hasta aquí hemos llegado a cuarenta y ocho horas del `día D`-me niego ya a hablar de `choque de trenes`: vaya usted a saber qué es lo que será al final, si choque, shock o show--: confiando en las urnas, unos por unos motivos, y otros, por otros; si aún nos quedase ánimo festivo, podríamos cantar aquello de `a la urna, a las dos y a las tres`, que era el grito jocoso con el que queríamos abrir el `bunker` franquista, que se resquebrajaba. Tiempos en los que, ay, creíamos que con votar ya se instauraba una democracia. Y no: ni todo referéndum es necesariamente democrático, y mira que yo soy partidarios de ellos (cuando se hacen bien, claro), ni acudir al colegio electoral una vez cada cuatro años basta para garantizarnos una democracia ejemplar.