Ayer, mi amigo el más viejo de la parroquia, apareció en la hora del taceo envuelto en una dulzura del cielo, cual estampa de santo mal enfocada y más solo que el arpa de Bécquer era su cara despistada y aturdida.
Trataba de buscar y encontrar un método para solucionar y esclarecer, -razonamiento lógico acorde a su ideología política- una explicación a su próxima convocatoria electoral del día 28. Ya que nada es lo que parece y ahí estaba la gracia y la raíz de todo su malestar.
Anotada toda la información disponible e ignorancia sobre el asunto, reconociendo las aguas pantanosas de los distintos partidos le hacía sangrar la inteligencia en busca de un voto que fuese provechoso y útil, acometiendo con furia su Ribeiro.
Y por más vueltas que le daba, creía firmemente que uno no llega más lejos por mucho más aprisa que corra. Su dilema era sencillo.
Pero harto difícil en su complejidad; quería castigar al que siempre había votado, una mayoría que se le vaticinaba, -encuestas aparte- pero si votaba a la recién aparecida extrema, todavía sin representación nacional que se lo merecía, ganas tenia de mostrar así su enfado a los que pudiendo hacer no hicieron, sería un voto que no sumaria, más bien de dejar las cosas como estaban. La diferencia de salir diputado es de 40.00 a 100.000 votos del partido grande al pequeño.
Ese era su dilema. Yo lo entendí perfectamente. De verdad que era para echarse a correr, pero mi amigo no quería correr con la prisa que le metían.
Creo que esto mismo les pasará a muchos otros sensatos y sesudos votantes, que igual que mi amigo les gusta andar pero no seguir el camino erróneo, y, que en absoluto no les molesta que les hayan mentido, sino que a partir de ahora no puedan creerle más y que la misma diferencia hay entre el candidato que siempre se equivoca que el que nunca duda.
Extraño dilema le espera a mi amigo, al que recomiendo, aparte de una buena salida, una adecuada dosis de Ribeiro, y que sepa que también a los cojos les entran a veces ganas de dar un paseo.